11 de septiembre de 1973: su impacto en la Iglesia
chilena
LA IGLESIA, BUENA SAMARITANA
Para la
Iglesia chilena, el golpe de Estado significó una gran oportunidad para aplicar
la misericordia del Evangelio. También significó una instancia de división:
hubo pinochetistas y opositores. Pero en su mayoría, el cuerpo de católicos no
desperdició la chance y se volvió un dolor de cabeza para Pinochet.
Augusto Catoia Fonseca
Arrodillado junto a Augusto Pinochet y su mujer,
Juan Pablo II oró en la capilla del Palacio de La Moneda el 3 de abril de 1987.
Después de tres minutos de recogimiento, se acercó al mandatario y a su esposa
y los bendijo. A la salida del edificio, el Papa y el militar extendieron manos.
Emocionada, la primera dama Lucía Hiriart dijo: “Hará reflexionar a muchos
chilenos para que piensen que por sobre todo está nuestro espíritu de fraternidad.
Nosotros somos un pueblo unido. Somos un país católico.”
El clima de diplomacia de ese momento no reflejaba
la relación entre Iglesia y Estado en el país. El 11 de septiembre de 1973
trajo constantes choques entre ambos a causa de las persecuciones de militares
a sus opositores. “La Iglesia fue un reflejo de la sociedad chilena; habían
simpatizantes de Pinochet, pero principalmente habían defensores de los
oprimidos”, cuenta Joaquín Vecilla, ex miembro e ideólogo de Cristianos por el
Socialismo. De los 33 obispos de la Conferencia Episcopal, apenas 3 no solían
firmar actas de la Conferencia que buscaban defender a los perseguidos.
Según Antonio Delfau, sacerdote jesuita y director
de la revista Mensaje, la defensa a los derechos humanos fue un gran ejemplo de
acto cristiano: “Parte de la doctrina cristiana básica es estar junto al débil.
Creo que la Iglesia fue muy fiel a esa intuición del “tuve hambre y me diste de
comer, tuve sed y me diste de beber” y etc., de Mateo 25, que es la base
esencial del cristianismo”.
La acción de la Iglesia no era por ideología
política. “Lo veíamos en una línea del Evangelio de estar por los que eran
perseguidos, sean de una línea de izquierda, derecha o lo que sea”, aclara el
sacerdote español Alejandro Hermidas.
Fui
forastero y me recibisteis
A las 8:55 de la mañana del día 30 de agosto de
1983, el General Carol Urzúa salió de su casa en auto, con su conductor y su
escolta. A unos 25 metros de distancia, en la intersección de Apoquindo con La
Cordillera, lo esperaba un grupo de miristas en una Chevrolet LUV equipados con
ametralladoras y fusiles. El vehículo del general recibió 62 balazos y todos
sus ocupantes murieron.
En el 16 de enero de 1984, cuatro miembros del MIR
involucrados en el caso – Elba Duarte, Pamela Cordero, José Aguilera y Jaime
Yovanovic – fueron refugiados por la Nunciatura Apostólica de Chile. El
Vaticano les dio asilo diplomático y solicitó permisos para que los cuatro
pudieran salir del país. El régimen negó el pedido y rodeó de carabineros al
edificio. Los refugiados permanecieron ahí por dos meses, y el caso fue emblema
de la tensa relación entre la Iglesia y los militares chilenos. Poco se sabe
del desenlace del episodio. “Yo creo que finalmente recibieron el asilo
político. De no haber pasado eso, habría quiebre de relaciones entre Chile y el
Vaticano. Y nunca hubo eso”, opina Pedro Espinosa, sacerdote jesuita y profesor
de Historia de la Iglesia en Chile de la PUC.
Hasta el fin de su mandato en 1983, el Cardenal Raúl
Silva Henríquez fue el protagonista de una cruzada por defender los derechos
humanos en Chile. Junto al Papa Pablo VI, en 1976, fundó la Vicaría de la
Solidaridad, el único grupo en el país que tuvo éxito en preservar de torturas
y muerte a los opositores de Pinochet. Y como era un grupo filiado a la Iglesia
y no al Estado, los militares no podían mandar en él.
Al principio, la Vicaría era apenas un grupo que
prestaba el oído a familiares de detenidos y desaparecidos. Creció con el
tiempo, obtuvo fondos de iglesias de EEUU y Europa, y pasó a contar con
psicólogos, asistentes sociales y abogados en un equipo de aproximadamente 200
personas. Prestó apoyo emocional a las familias afectadas por el régimen, asesoró
a opositores de Pinochet y refugió a personas perseguidas. Por ejemplo, en 1978
la Vicaría defendió a 224 personas acusadas o detenidas por el gobierno y en
1983 ya eran 5.123. La Vicaría llevaba una contabilidad de todos los arrestos,
detenciones y procesos judiciales de todos los acusados.
“¡Ustedes no pueden impedir la Vicaría! ¡Y si tratan
de hacerlo, voy a poner los refugiados debajo de mi cama si es necesario!”,
exclamó una vez el Cardenal Silva Henríquez a Pinochet. Ese fue el espíritu. La
Vicaría dio abrigo a centenares de fugitivos políticos, y a lo largo del país
la Iglesia siguió el gesto. “Llegó mucha gente a la Iglesia. Muchos católicos y otra gente no creyente, pero que encontró un espacio. Era el único espacio que había, ¿dónde más?”, dice Pedro
Espinosa. En la dictadura, la Iglesia fue el único agente defensor de DD.HH. en
Chile que funcionó.
El padre Alejandro Hermidas fue ejemplo de esto. En
la primera mitad de la dictadura refugió a unas 50 personas en su casa, una
mediagua localizada en la población Juanita Aguirre de Conchalí. Además de
acoger gente, el sacerdote orientaba perseguidos políticos a la Vicaría y les
daba el contacto de un abogado defensor que conocía. “Me preocupaba por la
gente como ellos también se preocupaban por mí. Recibí algunas armas y cosas
así para que yo los ayudara en sus dificultades”, recuerda.
Según un cable de la CIA, el trabajo de la Iglesia
logró incluso sensibilizar a Jaime Guzmán. En un documento desclasificado de
febrero de 1976 se lee lo siguiente: “Guzmán, que es un católico casi fanático,
ahora siente que su deber es tanto garantizar la seguridad del nuncio papal en
Chile como corregir los abusos de los que le habló el nuncio. Guzmán ha tenido
varias conversaciones con (el ministro de Justicia) Schweitzer y con (el
presidente de la Corte Suprema) Eyzaguirre para discutir formas de monitorear
las mejoras en la situación de los derechos humanos”.
Enemigos
del marxismo
Santiago, Hall Central de la Escuela Militar, 11 de
diciembre de 2006. En el funeral de Augusto Pinochet, el sacerdote Raúl Hasbún
pidió a Dios que “purifique los corazones y perdone a aquellos que se
consideran enemigos nuestros.”
El padre Hasbún fue parte de una minoría de
católicos favorables al régimen. El motivo era que Pinochet derribó al
marxismo, corriente opositora a la Iglesia. El principal exponente de ese lado
en Chile fue el grupo ultraconservador
Fiducia. En su labor, apoyaban al régimen de Pinochet y difamaban opositores.
Por ejemplo, en un panfleto titulado “La Sotana Blanca” acusaban al Cardenal
Silva Henríquez de ser “rojo”, al Obispo Fernando Ariztía de traidor, y al
Obispo Carlos Camus de “Judas de la Iglesia”.
Pero estos opositores no influyeron mucho. “Sólo
hicieron ruido. Yo diría que los militares y medios fueron los grandes
obstáculos y difamadores”, opina Antonio Delfau. De hecho, la Iglesia amenazó
con la excomunión a católicos que la difamaran y persiguieran, porque hacerlo
equivalía a conspirar contra la autoridad del Papa. Por esto, la acción de los
católicos pinochetistas fue tímida y muchas veces anónima.
Comer y
rezar
Según Joaquín Vecilla, la sed por justicia social en
la Iglesia fue tanta que ésta no llegó a anunciar el Evangelio adecuadamente: el
énfasis en lo terrenal hizo que se olvidaran de lo espiritual. “Se creía que
luchar por la justicia social se anunciaba el Evangelio. Pero no es sólo eso.
Hay también otra justicia, que es la divina, del perdón y la misericordia. De
la cual se habló poco o nada”.
Antonio Delfau no está de acuerdo. “No puede haber
catolicismo sin justicia social. La fe y la justicia están plenamente unidas. O
sea, tú no puedes tener mucha espiritualidad si tienes el estómago vacío.
Tienes que comer primero para después sentarte a rezar. Puede ser que se hayan
descuidado algunos aspectos de la fe. Pero yo creo que cuando vivimos en
períodos de emergencia, los acentos en ciertas situaciones pueden cambiar. Además,
yo creo que floreció la catequesis, la vida parroquial y las vocaciones”.
Durante la misa celebrada por Juan Pablo II el 4 de
abril de 1987, volaron palos, piedras y golpes entre Carabineros y
manifestantes. En medio al conflicto, el Papa dijo: “El amor es más
fuerte”. Ese fue el principal
pensamiento en la Iglesia. Más allá de cualquier ideología política, ella
siguió los ideales de humanidad y compasión.

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